El Culto de los Ausentes
Vivir es como arar en el mar…
¿Pa' qué?
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Hace 1 año que llegué a República Dominicana.
Un país del que no conocía el idioma, pero que, aun sin entender algunas palabras de su gente, podía sentir en sus voces esa vibra tan viva que tanto buscaba.
Desde que decidí escapar de mi vida anterior hace 5 años, he estado saltando de continente en continente, buscando un lugar donde mi alma huérfana se sienta como en su hogar.
En las primeras semanas conocí a un chico llamado Rubén, un argentino que decía llevar 2 años viajando por Latinoamérica.
Conectamos en poco tiempo. Nos convertimos en hermanos.
Rentamos un apartamento juntos.
Tomábamos café todos los miércoles.
Clases de español improvisadas los lunes y jueves.
A la playa bien temprano en la mañana, después de las intensas fiestas de los viernes.
Él se convirtió en mi traductor no pagado.
Yo era quien le consolaba cada vez que una de sus citas fracasaba.
Fue (y creo que aún es) esa alma gemela que, más que ser uno de esos amores pasajeros que se marchitan cuando se acaba la pasión, se convirtió en ese lugar seguro al que siempre quiero regresar cuando necesito refugio.
Pero todo cambió hace 6 meses.
Recibí una llamada preocupante sobre Rubén, a quien consideraba (y aún considero) el hermano que la vida me dio. Él estaba en el trabajo en ese momento.
Cuando le escribí para confrontarlo sobre lo que había escuchado en esa llamada, en ese preciso instante, desapareció de mi vida.
Regresó a casa cuando yo no estaba, en algún momento de la tarde. Tomó sus cosas, dejó las llaves sobre la mesa de la cocina y no volvió a nuestra casa nunca más.
Sin una carta.
Ni un mensaje.
Ni una sola palabra.
Esa llamada creó alrededor de Rubén un aura de misterio que me hizo cuestionar todo lo que creía saber sobre él.
Y, sin embargo, aún hoy siento ese profundo amor por lo que ahora sé que es un alma como la mía: de esas que escapan.
Desde entonces, en los últimos 6 meses solo lo he visto 3 veces en nuestro bar favorito.
Pero antes de explicar la vida de mi amigo, el contenido de esa llamada y lo que ha sucedido desde entonces, necesito explicar mi propia historia.
Pues cuando aprendí más sobre Rubén, entendí que no estoy tan sola como pensaba.
Y comprendí que, sin saberlo, Rubén, yo y un pequeño grupo de humanos somos casi una sociedad secreta que ha tomado quizás la decisión más rebelde que alguien puede tomar.
Desaparecer.
En busca de una nueva vida.
Tener la oportunidad de construir para nosotros mismos un personaje que encuentre comunidad en el circo apropiado.
Somos el culto de los ausentes.
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¿Qué hace una chica de 35 años vagando sola por el mundo, con su vida en una maleta?
Todos hemos tenido la fantasía de desaparecer.
Escapar de una deuda.
De un amor del que nos aburrimos.
O tal vez de las drogas y los excesos.
De los pecados del pasado.
De todo eso que nos mata por dentro, a pesar de que tengamos que mostrar al mundo una sonrisa para mantener esta fantasía colectiva de que todos estamos bien.
Para el 99.8% de las personas, el sueño de empezar desde cero como un completo desconocido se queda en solo eso: fantasía.
En mi caso, muchos me llamarían estúpida por querer “escapar” de Suiza: conocida por su buen chocolate, sus hermosos paisajes, y donde en una hora puedes ganar el dinero que en un país "subdesarrollado" ganarías en una semana.
Pero, a diferencia del 99.8% de las personas de este mundo, un día tomé mis maletas y me fui para no volver.
No sé cómo llamar al sentimiento que me impulsó a tomar tal decisión.
Quizás fue valentía, al buscar mi camino en los lugares más exóticos del mundo.
O tal vez fue cobardía, al no enfrentar a los demonios silenciosos con los que lidiaba entre mis montañas.
Sea lo que fuere, hace 5 años que deambulo por el mundo.
La mayoría de las veces me olvido de mi vida pasada, seducida por la cultura y los placeres de cada país en que vivo.
Sin embargo, en algunas noches, cuando me encuentro sola en mi habitación, invadida por mis pensamientos, siento despertar de mi letargo y pienso en la vida de esas personas que dejé atrás en mi país.
En mis amigos, en mi familia.
Y en todo lo que podría estar haciendo ahora, si hace 5 años no hubiera tomado la decisión de irme sin dar explicaciones.
Durante los primeros 4 años, cuando estas noches de introspección torturaban mi cabeza y mi corazón, el sentimiento de soledad y culpa me asfixiaba.
Todo cambió cuando conocí a Rubén.
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Desde que lo vi por primera vez, durmiendo junto a mi cama en un hostal en las calles de La Romana, percibí una sensación de paz en su alma que envidiaba.
Éramos los únicos huéspedes del lugar durante algunas semanas.
El tercer día después de mi llegada, ocurrió mi primera interacción con Rubén.
Traté de comunicarle en mi pésimo español a la recepcionista que necesitaba buscar una lavandería. Pasé 2 minutos sin éxito intentando explicarle a la amable señora lo que necesitaba.
Rubén, quizás riendo por dentro ante la fallida interacción, se levantó de su cama y se ofreció como traductor (en lo que sería la primera de cientos de veces que haría lo mismo).
Una vez que la recepcionista nos brindó la información necesaria, Rubén se ofreció a ayudarme a llevar mi ropa sucia hasta el lugar indicado.
Desde ese momento, mis primeros 6 meses en el país consistieron en crear historias con mi nuevo amigo, además de compartir nuestras tristezas, alegrías y sueños, acompañados de una botella de vino a las 3 de la mañana en la terraza del humilde apartamento que rentamos juntos en el centro de la ciudad.
Siempre había buscado a alguien con quien pudiera abrir esas partes vulnerables de mi ser que se manifiestan salvajes y crudas en mitad de la noche.
En esos momentos en los que mi perturbado y solitario corazón tomaba control de mi mente y me impedía descansar.
Rubén fue la primera persona con la que me sentí cómoda compartiendo lo que había callado durante tantos años.
Mis traumas y mis miedos.
Mis gustos y mis fetiches.
Mis sueños y esperanzas.
De manera espontánea, sin ninguna planificación, creamos una rutina para disfrutar la vida juntos.
Descubrir nuevos cafés cada lunes.
Una nueva película cada martes.
Salir de fiesta los viernes.
Los sábados por la mañana conversábamos sobre nuestros éxitos y fracasos pasionales de la noche anterior.
Y esos mismos días, por la noche, íbamos a bailar a nuestro bar favorito: un pequeño lugar donde el fuego en los pies de los bailarines era tan intenso como el calor en los pequeños espacios de esa caja donde los locales se reunían para olvidar sus penas mientras sus cuerpos murmuraban la pasión de las canciones.
En cada una de estas ocasiones, aprendí un poco más sobre la vida de mi amigo.
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Rubén es un chico de 25 años.
Argentino, de Neuquén.
De piel clara y con rastas en su cabello.
Siempre me burlaba de él, diciéndole que su apariencia era la de esos europeos hippies y pretenciosos de los que tanto se reía.
Había estudiado dos carreras en su país: Derecho e Idiomas Modernos.
Estudió leyes porque “su familia lo había presionado” para tomar una decisión rápida sobre lo que haría con el resto de su vida. A pesar de graduarse con honores, odió su trabajo desde el primer día que entró a su primer bufete de abogados. No duró 3 meses allí, aun cuando ganó todos los casos que le asignaron.
En forma de broma (aunque con algo de verdad detrás) me decía que había decidido estudiar idiomas para poder comunicarse con “extranjeras exóticas” como yo. Rubén es un excelente amigo, pero en el amor es como todo lo que dicen de los latinos: casanova y mujeriego.
Me contó que empezó a viajar desde Buenos Aires hace 2 años.
Y desde entonces ha financiado sus viajes cantando y tocando música popular con su pequeño ukelele en las plazas públicas de cada ciudad que visita.
Ganaba lo suficiente para vivir y darse algún pequeño placer cada día.
Amaba comer pizzas de salami y pepperoni.
Caminar por la orilla de la playa al atardecer con una cerveza y un cigarro.
Y cuando le iba bien en la chamba, a veces usaba ese dinero para ir a algún prostíbulo y disfrutar del show. Algunas veces lo acompañaba, y aunque él nunca contrataba los servicios de las prostitutas, juntos reflexionábamos con una botella de vino sobre lo barato, trivial, adictivo y emocionante que resultaban los placeres carnales.
Llegué a conocer a Rubén mejor que a mí misma.
O al menos eso creía.
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Hace casi exactamente 6 meses, recibí aquella llamada que cambiaría todo, no solo en la vida de Rubén, sino también en mi propio destino.
Un número argentino llamó a mi teléfono.
"Policía de Neuquén, buenas tardes. ¿Hablo con Emma?"
"¿Sí?"
"¿Cómo está, señorita? Encontramos su número de teléfono gracias a una investigación que estamos haciendo en búsqueda de una persona desaparecida. ¿Conoce usted a Rubén Camacho?”
Con mi limitado español, no pude entender esta última parte de la conversación. Pedí ayuda a Mario, el dueño de nuestro antiguo hostal, quien era bilingüe, para traducir, comenzando por esta última oración sobre el paradero de mi Rubén.
Cuando Mario tradujo las palabras de la operadora de la policía, se hizo un silencio entre nosotros.
Con la mirada y un gesto negativo, le pedí a Mario que contestara que no. En ese momento pensé que quizás se trataba de alguna de esas estafas telefónicas que pretendían sacar algo del poco dinero que tenía Rubén en sus bolsillos.
"¿Está segura?"
La reiteración de esta pregunta me hizo dudar aún más sobre la razón de esta llamada.
"Ella dice que quizás es alguna persona con la que conversó en una de sus noches afuera o en mi hostal. A decir verdad, ella conoce a tanta gente que es probable que no recuerde el nombre de todos", respondió Mario en mi nombre.
"Entiendo", contestó la operadora de la policía. "Le enviaremos una foto de esta persona a su teléfono. En caso de que lo reconozca o si lo ven en el futuro, ¿podrían llamarnos?"
Las circunstancias se tornaban aún más extrañas.
"Claro que sí", respondió Mario.
"¡Que tengan buenas tardes!"
Antes de que pudiera colgar la llamada, le pedí a mi traductor accidental realizar una última pregunta.
"Disculpe, ¿podríamos saber de qué se trata? ¿Deberíamos preocuparnos de que este Rubén sea una persona peligrosa?" Escondimos nuestra preocupación por el bienestar de nuestro amigo detrás de una fabricada sensación de inquietud por nuestra seguridad.
"Bueno, se trata de un individuo que desapareció de la faz de la tierra hace dos años. Dejó su apartamento abandonado y no entregó una carta de renuncia en su oficina. Su familia y amigos presumían que Rubén se había suicidado. Sin embargo, su pasaporte registra actividad en casi toda Sudamérica. Ahora parece que el último punto al que ha llegado es República Dominicana, más precisamente su ciudad."
"¿Se trata de algún asesino? ¿Un estafador? ¿Algún criminal?"
"Solo hay gente que lo quiere mucho en casa, que lo extraña y quiere respuestas sobre el dónde y el porqué de su ausencia."
"Entendemos. Si sabemos algo, le llamaremos."
Mi mente fue invadida por confusión.
Mi corazón se llenó de pena, dolor y dudas.
Regresé a casa al mediodía, hora en la que precisamente mi amigo se encontraba más ocupado tocando su ukelele en algún restaurante pretencioso del área turística de nuestro pequeño pueblo.
Pensé mucho sobre cómo confrontaría a Rubén sobre esta situación, pero nunca di con la manera correcta.
Terminé por llamarlo de manera impulsiva.
Él me contestó con la alegría de siempre.
"¿Qué pasó, mi amor? ¿Cómo estás? ¿Quieres que te lleve algo para comer cuando regrese?"
"Hola..."
Se hizo el silencio entre nosotros. Aún no sabía cómo explicar la extraña llamada que yo acababa de tener con el misterioso pasado de mi Rubén.
"¿Sigues ahí? ¿O te volviste a distraer en Instagram con la foto del chico que conociste la semana pasada?" continuó Rubén de manera jocosa.
"¡Perdón! Sí, ¿podrías traerme una hamburguesa vegetariana con aros de cebolla?"
"¡Claro que sí, mi amor! Pero noto tu voz un poco triste, ¿estás bien?"
Finalmente, nuevamente de manera impulsiva, realicé la pregunta que había tomado la forma de un nudo en mi garganta.
"Rubén, recibí una llamada sobre ti que me preocupó. ¿Tienes tiempo para hablar cuando regreses a casa?"
Como si él entendiera inmediatamente todo el asunto, respondió en un tono sombrío:
"Hablamos más tarde."
"¿Puedes venir antes de las 5? Hoy tengo turno nocturno en el bar."
"Trataré."
"Gracias", respondí, con cierto tono de alivio, pues pensaba que las respuestas que obtendría ese día callarían las dudas que albergaba mi corazón desde esa llamada y que habían perturbado casi inmediatamente la paz del mundo que Rubén y yo habíamos creado juntos.
Se hicieron las 4:30. Rubén no regresó a casa. Tenía miedo de llamarlo otra vez, pues a medida que pasaban las horas, sentía cada vez más incertidumbre sobre las respuestas que obtendría ese día.
4:40 de la tarde. Era tiempo de caminar al bar para trabajar.
Durante el turno, traté de mantenerme lo más ocupada posible para no pensar en la conversación que tendríamos más tarde.
Para hacer aún más grande mi desesperación, era martes: El día menos ocupado en el negocio. En otras oportunidades, agradecía días así, ya que podía tomarme el tiempo para practicar mi español con el resto de trabajadores y chismear acerca de sus vidas.
Pero hoy, la lentitud de las horas pareció incrementarse 10 veces, y la ansiedad se convirtió en un dolor de pecho insoportable.
Sin embargo, resistí los síntomas de mi cuerpo y mis emociones, y regresé a casa a la 1 de la mañana, esperando finalmente tener con Rubén la conversación que quizás calmaría mi ansiedad, o que tal vez serviría para conocer a esa persona que se convirtió en mi alma gemela en el lugar más recóndito del mundo.
Cuando finalmente regresé a casa, encontré la habitación de Rubén con la puerta abierta y sin sus posesiones más preciadas. Solo había tomado su ropa, su ukelele, su vieja computadora y el peluche que su primera ex le había regalado. Algunas posesiones básicas y otras sin sentido que solo entendía su corazón.
Cualquier otra persona pensaría que se trataba de un robo o algo similar. Pero cuando vi las llaves encima de la mesa de la cocina, entendí el mensaje.
Rubén no estaba listo para enfrentar a sus demonios.
"Hola, Rubén. ¿Estás bien?" le escribí a su teléfono. "Todo bien, trabajando como siempre." "Ya veo. Cuando estés listo para hablar, puedes escribirme."
Este último mensaje nunca tuvo respuesta.
En los próximos 6 meses hasta ahora, solo he visto a mi alma gemela unas 3 veces.
La primera vez que lo vi, yo estaba bailando en nuestro bar favorito. Cuando él entró por la puerta del club, lo primero que vio fue mi rostro extasiado por el baile.
Su expresión era la de alguien que había visto un fantasma.
Durante la noche, parecía tratar de evitarme, pues seguramente en su mente creía que yo todavía quería increparlo sobre aquella llamada que separó nuestros caminos.
En realidad, yo solo me moría por abrazarlo y sentir la calma de los latidos de su corazón.
Rubén siempre me daba los abrazos más reconfortantes.
En un momento de ese primer reencuentro, encontré a Rubén afuera del club fumando un cigarro.
Cuando me vio salir, su cuerpo se paralizó.
Como si hubiera visto de frente a ese pasado del que tanto huía.
Esta misma parálisis le impidió correr, a pesar de que estoy segura de que mi Rubén deseaba que la tierra se lo tragara.
Para mitigar la incomodidad del silencio, fui la primera en hablar.
"Hola, Rubén. ¿Cómo estás?"
"Todo bien. Lo de siempre, ya sabes. Es temporada alta, así que tengo muchas oportunidades para tocar mi música en los restaurantes más exquisitos."
Rubén hablaba más rápido de lo habitual, como si deseara que esa conversación terminara lo más pronto posible.
"Entiendo."
A modo de cortesía, pero también con unas notables ganas de saber sobre mí, Rubén preguntó:
"¿Y tú... qué tal todo? ¿Sigues saliendo con José?" La pregunta parecía trivial, algo que no era para nada personal teniendo en cuenta el vacío que sentía mi alma desde su partida.
"Pues sí. Con nuestros problemas, pero seguimos intentando que las cosas funcionen." Dije, aunque mi corazón realmente moría por decir que necesitaba a mi Rubén más que nunca, pues él fue quien me consolaba cada vez que peleaba por alguna estúpida razón con José.
"Entiendo."
Se hizo el silencio entre ambos. Pude ver en sus ojos lágrimas, como los de un niño que aún no ha sido adoptado.
Yo quería un abrazo para acabar no solo con nuestra distancia, sino también para brindarnos mutuamente la paz que solo juntos habíamos podido lograr en el pasado.
Pero él, casi resignado a las circunstancias que marcaron nuestra distancia, se limitó a despedirse rápidamente con un apretón de manos, y tomó el primer taxi que vio pasar en la calle.
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Las siguientes dos ocasiones en que nos vimos son quizás los momentos en que más feliz he sido en los últimos meses.
En ambas oportunidades, el principio de nuestros encuentros fue igual a la primera ocasión: Vi a Rubén entrar por la puerta mientras yo bailaba.
He de decir que quizás yo ponía mayor atención en aquella puerta desde nuestro primer reencuentro, con la esperanza de ver a mi Rubén otra vez. Mantenía mi espíritu expectante cada noche, a pesar de que para mí las posibilidades de verlo de nuevo se reducían con cada semana que pasaba.
Entre nuestro primer y segundo reencuentro pasaron 3 meses.
Él parecía seguir evitándome en esa segunda ocasión.
Cada quien bailó con diferentes personas durante la noche.
A la 1 de la mañana, el club empezó a quedarse vacío.
Cuando ya la gente no representaba un obstáculo para acercarme a él, me paré a su lado con cierta distancia, para no hacer sentir vulnerable o en peligro a ese gato desconfiado en quien se había convertido mi Rubén.
Cuando terminó de bailar una canción, dejé que se sentara. Cuando notó mi presencia de reojo, sonreí. No solo por la felicidad de ver a mi amigo tan cerca, sino también para demostrarle que, entre nosotros, todo estaba bien.
Vi a Rubén dudar un segundo. De repente, mi amigo saltó de su asiento y me extendió su mano, como si yo fuera otra de las desconocidas con las que baila todas las noches.
Apreté su mano, y luego, llevada por la emoción de este reencuentro, lo abracé como siempre lo había hecho antes.
Y pude sentir cómo él apretaba con fuerza y con amor mi cuerpo contra el suyo.
Un abrazo que duró más minutos de los socialmente aceptados.
Allí estábamos los dos, en medio de la pista de baile, ignorando la música y los grupos de amigos y parejas a nuestro alrededor.
Era como si los dos encontráramos nuevamente esa paz tan adictiva que solo nuestra conexión hacía posible.
Minutos sin una sola palabra.
Pero minutos en los que todo estuvo bien para nosotros, aun en un mundo sumido en el caos y la violencia.
Pasados esos 5 minutos de paz, vi cómo tímidamente mi Rubén extendió su mano. Era momento de bailar, como en los viejos tiempos.
Y bailamos.
Rubén era un buen bailarín, aunque no era el más técnico del bar. Tal vez podía hacer diferentes movimientos con otras personas que Rubén no sabía cómo ejecutar. Sin embargo, mis bailes favoritos siempre fueron con él.
Porque más que una muestra de destreza, con nuestro baile reíamos, chocábamos y podíamos ser nosotros mismos.
Y mi parte favorita siempre era el abrazo al final de la canción, algo que estaba feliz de conseguir otra vez después de tanto tiempo.
El tercer reencuentro sucedió unos dos meses después en las mismas circunstancias.
En la segunda y tercera ocasión, mi Rubén no dijo absolutamente nada.
Y yo no quería forzar palabras de su boca.
De manera un poco egoísta, yo quería hacer sentir cómodo a mi amigo para disfrutar de nuestros abrazos y bailes.
Desde aquella última ocasión hace un mes, siempre espero el día en que lo veré otra vez.
Casi no presto atención al baile. Mientras doy vueltas en la pista, mi mirada siempre está fija en la puerta, esperando con la misma ilusión de un niño en Navidad que mi alma gemela entre nuevamente por esa puerta.
Yo solo quiero un abrazo.
Ahora entiendo que los abrazos del alma son el código silencioso de aquellos que, sin saberlo, pertenecemos a una sociedad secreta, con sedes en todo el mundo.
Un grupo de personas que ni siquiera saben que son parte del mismo club.
Pero que comparten las mismas angustias.
Que temen al pasado.
Cuyo único escape es el futuro y tierras lejanas a la madre patria.
Somos parte del culto de los ausentes.
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El progreso europeo.
La alegría caribeña. La disciplina y la claridad de propósito de los asiáticos.
En todas las culturas.
Incluso en aquellas donde la economía es pujante.
O en esas donde la música llena las calles de fiesta y silencia las agonías de los corazones.
O en las que el trabajo y el capitalismo parecen ser los remedios para las dudas existenciales.
En cada rincón del mundo el dolor espiritual, la soledad y la nostalgia existen. Incluso para aquellos que parecen tener (superficialmente) la vida perfecta, cada ser humano ha sentido en algún momento una casi salvaje necesidad de escapar.
Para la mayoría, esto no es más que un sentimiento "pasajero" producido por el agotamiento de la rutina. Un psicólogo puede tratar esta sensación y preparar a sus pacientes para continuar siendo parte del sistema: al menos ahora ellos saldrán a su rutina con una sonrisa temporal mientras pierden tiempo de su vida en las circunstancias de lo mundano.
Sin embargo, otros como Rubén y yo somos quizás enfermos incurables.
Escapamos de nuestro mundo hacia otras vidas, buscando nuestro lugar, con un sentimiento indeleble de ausencia,
Ausencia de propósito.
Falta de camino.
Vivimos un vaivén de emociones que volverían loco a cualquiera, entre la felicidad intensa de los momentos especiales y la profunda depresión de los caminos de la vida.
El único requisito para ser parte de este culto es ser un vagabundo sin una historia clara, sin una razón de existir y sin rumbo trazado.
Somos el club de los ausentes.
Ausentes de la vida de nuestros pasados.
Destinados a vagar sin destino.
Después de conocer a mi Rubén, quizás descubrí que la única cura para nuestras dudas es encontrar a otros miembros del club. Otras almas que deambulan como perros abandonados en las calles del mundo.
Con los pocos detalles que aprendí sobre mi Rubén, percibí una sensación de alivio en mi corazón.
Pues entendí que era afortunada de conocer a otra persona con las mismas dudas en la mente y el mismo vacío en el corazón.
¿Quién sabe? En algún momento de la semana es posible que el destino me haya hecho bailar con algunos miembros del culto.
Pero ellos, al igual que mi Rubén y yo, mantenemos nuestra membresía oculta. Pues aún tememos que nuestras vidas pasadas nos persigan.
Pero no nos encontrarán, Rubén.
Te lo prometo.
Ahora todo está bien.
Donde quiera que estés, te aseguro que ahora puedes volar, y seguir siendo esa alma hermosa que tanta paz me brinda.
Y si Dios o el universo pueden escucharme, quiero que sepas que te seguiré esperando todos los sábados a partir de las 10 de la noche en nuestro bar favorito.
No tienes que hablar.
Solo quiero un abrazo.
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